La presión fiscal asfixia al sector privado mientras la política y la justicia viven blindadas. ¿Quién sostiene este sistema?

En Tucumán, hacer las cosas bien sale caro. Si sos comerciante, profesional o pyme, ya lo sabés: cada factura, cada venta con tarjeta, cada ingreso a tu cuenta puede activar una trampa tributaria. El impuesto a los Ingresos Brutos es la primera soga al cuello: se paga por vender, no por ganar. No importa si no tuviste utilidad: el fisco viene igual.
El absurdo continúa con los bancos y billeteras digitales, que descuentan de forma automática y discrecional, sin importar si estás al día o si siquiera te corresponde pagar. Entró dinero = te lo retienen. Luego viene la peregrinación por Rentas: turnos, formularios, validaciones. Todo para recuperar lo que nunca debieron sacarte.
¿El resultado? El comercio no puede ofrecer cuotas. Las ventas se estancan. Los precios se encarecen. La informalidad crece. El sistema castiga al que cumple y premia al que evade.
Y mientras tanto, ¿qué hace el Estado provincial? Nada. Mejor dicho: se agranda. La Legislatura tucumana tiene los legisladores más caros del país. El Poder Judicial cobra sueldos millonarios, mantiene privilegios, y no rinde cuentas. Hay más cargos que respuestas. Más asesores que sentencias. Más gasto que gestión.
El problema no es técnico: es político. No hay decisión de achicar el gasto. No hay reforma judicial. No hay voluntad de soltar los privilegios. El ajuste siempre va para el mismo lado: el que trabaja.
Tucumán necesita con urgencia una reforma fiscal profunda, pero también una reforma moral del Estado. Si no se termina con la cultura del privilegio, no hay rebaja de impuestos posible que salve esta economía.
El sector privado no puede seguir sosteniendo un Estado que lo asfixia.